El autoconcepto es la idea que
tenemos sobre nosotros mismos. Las virtudes, defectos, características
importantes y valores que creemos que tenemos o de los que nos parece que
carecemos, van conformando este autoconcepto. A partir del autoconcepto
construimos la autoestima y, en gran parte, nuestra felicidad y bienestar. Una
parte importante del autoconcepto existe porque existen los grupos en los que
participamos. Cuando alguien considera que carece de ciertas habilidades o características
que «debería tener para ser feliz», ¿dónde vio que debía poseerlas? Cuando una
persona piensa que no es lo bastante inteligente, ¿con quién se compara para
establecer esa valoración? Cuando alguien cree que «algo le sale mal», ¿por qué
sabe cómo estaría bien? Cuando nos miramos en el espejo y nos vemos a nosotros mismos,
nos hacemos pequeños exámenes: ¿belleza?, ¿soltura?, ¿ternura?, ¿inteligencia?,
¿honradez?, ¿poder?, ¿simpatía?, ¿carisma?, ¿atractivo?
Con respuestas a estas y otras
preguntas construimos nuestro autoconcepto. Sin embargo, el lugar donde miramos
suelen ser los grupos que nos rodean: la familia, los vecinos, los amigos, los
compañeros. Ahí encontramos personas que se diferencian y se parecen, personas
a las que imitar y a las que seguir. El valor que cada persona se da a sí misma
depende en gran parte de las otras que están cerca. Una persona con una inteligencia
media puede pasarlo mal entre un grupo de sabios que estudian un tema y sentirse
de maravilla entre un grupo de personas semejantes a ella. El
autoconcepto es la idea que tenemos sobre nosotros mismos.
Las virtudes, defectos, características importantes y valores que
creemos que tenemos o de los que nos parece que carecemos,
van
conformando este autoconcepto.
Ésa es la gran trampa del
autoconcepto y su relación con el grupo. Cuando las personas que nos rodean son
una referencia para nosotros y sobre todo una fuente de aprendizaje, estamos
construyendo un autoconcepto propio, relacionado con nuestro grupo y que
probablemente nos procurará felicidad. Sin embargo, a veces tenemos tendencia a
irnos a los extremos: elegir a personas que nos superan siempre, nos puede
conducir a la frustración permanente («no soy como ellos»); o elegir a otros
que consideramos por debajo, nos puede llevar a un estancamiento personal («por
lo menos no soy la peor»). Siempre es posible encontrar a alguien mejor o peor
que nosotros en los diferentes aspectos en los que basamos nuestra autoestima. Por
eso es útil para avanzar compararnos sólo con nosotros mismos. Los demás, el
resto de personas que nos rodean, pueden servir como referencia, como
motivación o como forma de aprender y mejorar, pero no es interesante ni
saludable pensar en lo que nos ocurriría «si fuésemos como ellas».
Todos tenemos derecho a
identificarnos y diferenciarnos de los demás como queramos y nos guste, siempre
que respetemos la presencia y libertad de los otros. En ocasiones, la
publicidad, las modas, la televisión o la familia ejercen presión para que esas
señas de identidad sean unas y no otras.
Las actividades, el lenguaje,
los lugares de encuentro, los símbolos o los objetos que consumimos nos sirven
para identificarnos como personas individuales, pero también para
identificarnos con otros que piensan, sienten o viven como nosotros. Tan
terrible es «quedarse fuera» como no saber «quiénes somos».
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