Cuando era niña y me decían que
iba a pasar la tarde con mi tío, mi corazón se encendía. Era mi confidente, mi
segundo padre que me ha ayudado a crecer y que edificó en mí un legado
emocional indispensable. Él mi inculcó algunos valores por los que ahora soy
como soy, él me enseñó el amor hacia los caballos, al campo, a la simplicidad,
a vivir el día a día porque no sabemos si mañana llegará. Ahora recojo ese
legado, en cada fiesta como a él le gustaba, muriendo de amor por los animales
pero sobre todo el caballo, pero hay uno que nos separaba, que nos hacía chocar
y discutir: los toros. Apasionado de las corridas. Jamás nos pareceremos en
eso.
Era mi protector, mi defensor, mi
proveedor de felicidad, de complicidad y detalles inolvidables que marcaron mi
vida. Me enseñó a ser paciente, mucho, pero cuando se agotaba esa paciencia…no
había solución para tanto genio. Pero siempre, terminamos perdonando, ambos,
por comprensión, por empatía, por moral, porque el mañana…no, quizás no
llegue el mañana. Y no llegó. Tan predecible fue…
Los tíos son vistos muchas veces
como esos adultos, cariñosos y con identidad neutral, que todo niño o
adolescente asumirá como segunda figura paterna mientras crece y madura. A su vez, los tíos suelen amarnos como
auténticos hijos.
Ahora que ya no estás, que me dejaste, que te fuiste
sin avisar, pero que me cuidas y me proteges…te llevo en mi corazón, en
ese rincón donde duerme lo eterno, ahí donde residen nuestros bienes más preciados.
Asumir la pérdida de una
persona, es algo que no es fácil para nadie y
que, además, va a obligarnos a tener que desplegar una serie de
estrategias para las cuales nadie nos ha preparado. Tres años y sin estar
prepreada…